Piedras en el agua

Recuerdo cuando éramos pequeños y los abuelos nos llevaban al parque. Pero no a aquel que estaba a dos manzanas de casa, si no al parque del estanque al otro lado de la ciudad, casi a veinte minutos de allí.

Durante el trayecto, nos contabais historias inventadas que nos hacían llorar de la risa. Os parabais de vez en cuando y nos seguíais contando esas fábulas mientras gesticulabais y hacíais las muecas más divertidas y desternillantes que habíamos visto hasta entonces.

El tiempo volaba y sin saber cómo, llegamos al parque y al gran estanque rodeado de árboles semidesnudos de hojas marrones y amarillentas, mientras que la otra mitad de sus vestiduras, cubrían el suelo cual alfombra otoñal, tapando tierra y piedras de río por la que corríamos cada verano.

Arrastrando los pies por el suelo, dibujábamos senderos para que pisarais la tierra y evitar así, que os pudierais caer. Este camino tenía un único destino. No era otro que el puente que abrazaba al estanque. En él, se refleja siempre el color y el estado de ánimo de cada día y de cada persona que se acerca a visitarlo. Ese día, sonreía al Sol que miraba de templarlo y alejarlo del frío de noviembre.

Corrimos hacia el centro del puente. Yo volví atrás para buscaros e ir todos juntos. Cogí cinco piedras algo más grandes que el tamaño de mis manos. Algunas blancas y otras grisáceas. Todas ovaladas y planas. Una vez estábamos todos en el centro del puente, repartí todas las piedras y recuerdo que os dije a todos: «Lanzad la piedra y pedid un deseo». Uno a uno, fuimos lanzando las piedras al agua. Era realmente bello como iban haciendo círculos y rozaban la tibia agua hasta el momento de sumergirse en ella. Me recordaba un poco a la manera que se sumergen los peces después de coger algunas migas de pan en la superficie de este u otros estanques.

¿Cuál fue mi deseo? ¿No lo he contado? Pedí repetir este paseo todas las tardes de mi vida.

 

8H