Un lugar donde vamos a descansar, a dormir, a rendirle cuentas y cada noche. Si, a nuestra querida Señora Almohada vamos a explicarle cómo nos ha ido el día, cómo esperábamos que hubiera ido, para susurrarle nuestras alegrías o humedecerla con nuestras tristezas. Nuestra cama y nuestra almohada son las guardianas de nuestros pequeños y grandes secretos, como para un creyente lo es, el confesionario de la iglesia donde acude al menos, un día a la semana a confesar sus minúsculos malhaceres y sus grandes angustias.
¿No creéis que es así? Para mí si lo es. Aunque tiempo, mucho tiempo atrás llegar a mi cama era algo que intentaba retardar lo máximo posible, ya que allí se escondían mis fantasmas, mis invisibles miedos en definitiva. Y si encima, esa noche fui capaz de empezar a ver una película de miedo, la hora de dormir casi se podía llegar a juntar con la hora que en teoría y por rutina diaria, tenía que levantarme para ir a estudiar o trabajar.
Mis pasos hacia el dormitorio eran silenciosos, muy ralentizados para conseguir que mis zapatillas no sonaran absolutamente nada en el instante que tocaran el suelo. Cualquier ruido me sobresaltaba pero tenía el aguante suficiente como para conseguir que mis cuerdas vocales no emitieran una señal en forma de grito que alertaras a mis temidos fantasmas. Sabía que no iban a salir todos a la vez y no era necesario que fuera así. Si se asomara uno de ellos, solo uno, ya tenía suficiente para ponerme la piel de gallina.
Al llegar al dormitorio todo era oscuridad envuelta por un silencio nada reconfortante, bien al contrario, se erizaba el vello de los brazos continuamente. Encendí la luz de la habitación y si bien es cierto que desapareció la oscuridad, no lo hizo el malestar que bañaba mi cuerpo. Dudaba entre meterme en la cama e intentar dormir con la luz encendida, con encender la luz de la mesita de noche y leer hasta que mis ojos y mi cabeza no pudieran más y cayeran rendidos, abrazándome al libro o volver de nuevo hacia atrás un rato más hasta que se me pasaran los temores que me aplacaban y que casi me dejaban petrificada.
Decidí meterme en la cama y justo cuando estaba a escasos centímetros de ella, me agaché, levanté el edredón que casi llegaba al suelo y miré debajo de ella porque tenía la sensación de que allí había algo. Estuve un buen rato intentando ver algo, pero mis ojos, a pesar de que dieron más de diez vueltas al contorno rectangular y probaron de encontrar rastro alguno en cualquier rincón, incluidas las patas de la cama, no fueron capaces de percibir ninguna huella. «Pues aquí no hay nada» pensé. «Nada de nada».
Me metí en la cama, apagué la luz y poco a poco, noté como el sueño venía a verme.
A la mañana siguiente, mientras desayunaba, pensaba en todo lo que me estaba pasando, intentando averiguar el porqué de todo aquello. Y llegué a la conclusión de que hay épocas en la vida en las que las incertezas nos cubren el cuerpo, lo rodean y lo llenan de dudas que nos acompañaran durante días o incluso semanas. Nuestra autoestima se sumerge y bucea en nuestro estómago y nos roba hasta las ganas de comer. No vemos soluciones a nuestros problemas aunque tengamos la solución justo delante nuestro. Nos ahogamos en un mar de nervios artificial que nosotros mismos hemos creado sin darnos cuenta.
Nuestros fantasmas no se esconden bajo la cama, se esconden en nuestro ser.
