Sempre sonarà dins el meu cap la teva rialla, es música per a mi. Només recordar-la ja, es dibuixen als meus llavis un somriure als llavis. Aquella rialla que contagiaves
sentimientos
Vestida de rojo
Aunque el filo de tu boca ahora me haga sangrar, no te daré el placer de ver como emana mi sangre y como el caudal de un río, desciende entre rocas hasta el mar lleno de arena. Será invisible a los ojos del que nunca supo ni sabrá lo que es amar.
No podrás regocijarte con ese rojo que ahora cae rozando mi piel, esa piel que tantas veces se tornó fuego por ti.
Sin rastro
Y me disparas directo al corazón.
Ni rastro de sangre aparece por ningún lado y, sin embargo duele, tanto que casi consigue hacerme desvanecer.
No se cual es el tipo de arma con la que disparaste, quizá lo más moderno que existe ya que es invisible a la vista o tal vez, lo más conocido por todo el mundo, querido y temido a la vez porque si te da, te marca y te deja al amparo de los deseos de la otra persona y con la angustia e incerteza de no saber hasta quien sabe cuando, si ese amor es correspondido.
Espero que no seas cruel y el tiempo de respuesta, sea tan leve como un suspiro.
Bajo la cama
Un lugar donde vamos a descansar, a dormir, a rendirle cuentas y cada noche. Si, a nuestra querida Señora Almohada vamos a explicarle cómo nos ha ido el día, cómo esperábamos que hubiera ido, para susurrarle nuestras alegrías o humedecerla con nuestras tristezas. Nuestra cama y nuestra almohada son las guardianas de nuestros pequeños y grandes secretos, como para un creyente lo es, el confesionario de la iglesia donde acude al menos, un día a la semana a confesar sus minúsculos malhaceres y sus grandes angustias.
¿No creéis que es así? Para mí si lo es. Aunque tiempo, mucho tiempo atrás llegar a mi cama era algo que intentaba retardar lo máximo posible, ya que allí se escondían mis fantasmas, mis invisibles miedos en definitiva. Y si encima, esa noche fui capaz de empezar a ver una película de miedo, la hora de dormir casi se podía llegar a juntar con la hora que en teoría y por rutina diaria, tenía que levantarme para ir a estudiar o trabajar.
Mis pasos hacia el dormitorio eran silenciosos, muy ralentizados para conseguir que mis zapatillas no sonaran absolutamente nada en el instante que tocaran el suelo. Cualquier ruido me sobresaltaba pero tenía el aguante suficiente como para conseguir que mis cuerdas vocales no emitieran una señal en forma de grito que alertaras a mis temidos fantasmas. Sabía que no iban a salir todos a la vez y no era necesario que fuera así. Si se asomara uno de ellos, solo uno, ya tenía suficiente para ponerme la piel de gallina.
Al llegar al dormitorio todo era oscuridad envuelta por un silencio nada reconfortante, bien al contrario, se erizaba el vello de los brazos continuamente. Encendí la luz de la habitación y si bien es cierto que desapareció la oscuridad, no lo hizo el malestar que bañaba mi cuerpo. Dudaba entre meterme en la cama e intentar dormir con la luz encendida, con encender la luz de la mesita de noche y leer hasta que mis ojos y mi cabeza no pudieran más y cayeran rendidos, abrazándome al libro o volver de nuevo hacia atrás un rato más hasta que se me pasaran los temores que me aplacaban y que casi me dejaban petrificada.
Decidí meterme en la cama y justo cuando estaba a escasos centímetros de ella, me agaché, levanté el edredón que casi llegaba al suelo y miré debajo de ella porque tenía la sensación de que allí había algo. Estuve un buen rato intentando ver algo, pero mis ojos, a pesar de que dieron más de diez vueltas al contorno rectangular y probaron de encontrar rastro alguno en cualquier rincón, incluidas las patas de la cama, no fueron capaces de percibir ninguna huella. «Pues aquí no hay nada» pensé. «Nada de nada».
Me metí en la cama, apagué la luz y poco a poco, noté como el sueño venía a verme.
A la mañana siguiente, mientras desayunaba, pensaba en todo lo que me estaba pasando, intentando averiguar el porqué de todo aquello. Y llegué a la conclusión de que hay épocas en la vida en las que las incertezas nos cubren el cuerpo, lo rodean y lo llenan de dudas que nos acompañaran durante días o incluso semanas. Nuestra autoestima se sumerge y bucea en nuestro estómago y nos roba hasta las ganas de comer. No vemos soluciones a nuestros problemas aunque tengamos la solución justo delante nuestro. Nos ahogamos en un mar de nervios artificial que nosotros mismos hemos creado sin darnos cuenta.
Nuestros fantasmas no se esconden bajo la cama, se esconden en nuestro ser.

El regalo más grande

Te voy a echar de menos aunque sepa que te volveré a ver pasado mañana.
Cuarenta y ocho horas son demasiadas para obviar que no estás.
No pienso tocar nada. Dejaré todo tal y como lo dejaste. Quiero creer que el tiempo se paró en el instante que saliste por la puerta de casa con la mochila a cuestas y que no volverán a girar las agujas de mí reloj hasta que vuelvas. Cada día intento enseñarte alguna cosa nueva que te haga crecer como persona. Pero confieso que aprendo más de tí que tú de mí.
Veo como vas parando junto a las vallas que irrumpen el camino por donde andas y como las saltas para superarlas. Tomándote el tiempo que cabeza y corazón te requieren. Para nada lento. Paso firme y seguro para afianzar conocimiento, para hacer brotar seguridad, para alimentar piel, alma y vida.
Mil gracias por darme tus abrazos, risas, lágrimas, tú humor confundido, tú mano que ayuda a levantarme y que intenta evitar que caigas con dureza al suelo.
Hace diez años no te conocía y hoy no podría existir sin tí. Una gota creciente en mí interior, una década inolvidable que quiero que se multiplique por diez. ¿Pido lo imposible? No lo se, pero yo quiero intentarlo y lucharé por conseguirlo. Seguiré escribiendo el libro de mí vida con tú letra y la mía. El regalo más grande que te pueden dar y me lo ofreces a tú en cada suspiro.
Domingo
Acostumbrada a su soledad, pasaba las mañanas, olvidando el día anterior. Pensaba que la memoria lo único que hacía en su cabeza, era sobrecargarla de peso. El olvido era su más fiel compañero. Ninguna persona podría ocupar su lugar. Ese agrietado y oscuro hueco que tenía años atrás, fue cubierto por su gélida manta de atípica compañia.
Los fines de semana no solía salir demasiado. Alguna que otra salida al cine, alguna cena de uvas a brevas y una vez al mes, salía a ver escaparates de las tiendas que inundaban el centro de la ciudad. En ellos, solo veía una lánguida figura con cabellos color negro azabache, algo encanecidos y casi sin peinar.
Una tarde se atrevió a mirar más allá de ese gigante cristal que separaba dos mundos; el desconocido y el suyo propio.
Vio entonces al otro lado, maniquíes con ropajes coloridos, esbeltos, con la cabeza bien alta. Justamente en la posición contraria a la suya. Siempre supo conocer mejor las baldosas del suelo que pisaba. Siempre ellas por delante de quien por su lado pasaba, gente non grata a su mirada, por temor o sentido de inferioridad, tal vez.
Su mirada quedó fija en el maniquí, que se encontraba a su izquierda, en la expresión de su cara de plástico, pudo ver más felicidad que en la suya propia. Sus piernas, poco a poco desconectaron de ella y avanzaron sigilosamente sin consultarlo. Cuando quiso darse cuenta, vio que sus pies, le habían adentrado en el comercio, le llevaron a un destino jamás pensado.
Nerviosa y tensa ante tal cambio, no sabía qué hacer. Sus manos le temblaban. Miraba con los ojos como platos a las dependientas. Quería articular palabras, aunque fuera solo una; pero sus labios se volvieron carceleros y le vetaron de tal derecho. Su respiración entrecortada y la visión, por momentos, se nublaba.
Una chica se acercó hasta ella y le preguntó: «¿Qué desea?». Ella inmóvil, pensó en responderla: «Nada», pero hizo un giro de ciento ochenta grados y cogió un vestido de tonos anaranjados y talle ajustado, colgado en un perchero metálico que tenía justo detrás de ella.
La dependienta le preguntó, que si ese vestido era de su talla y ella asintió. Fue a caja y lo pagó sin pasar por el probador. Salió disparada de la tienda directa a su casa.
Dejó la bolsa con el vestido encima la mesa del comedor y se olvidó de ella. Se puso la tele de fondo. Imagino que pensó que le haría compañía. Se hizo la cena y se acostó en el sofá.
Cuando despertó, el Sol estaba ya levantado desde hacia unas horas. Eran las diez de la mañana y ella nunca se despertaba más allá de las ocho cada día, sin importar que fuera martes, jueves o domingo.
Se tomó un café con leche y un par de galletas; esas que tienen nombre de mujer. Eso y una ducha con agua fría era un ritual diario, jamás se lo saltaba. Era de los pocos momentos en los que se sentía verdaderamente a gusto consigo misma.
Tras eso, se quedó sentada en aquella silla de cocina que hacía meses dejó puesta junto a la mesa del comedor. No quedaba nada bien, pero tampoco venía nadie a casa para criticar tal cosa. Miraba fijamente a la pared que tenía delante con las pupilas congeladas, sin pensar en nada.
Despertó del momentáneo letargo y miró hacia un lado. Allí encontró aquello que la tarde anterior había dejado, el vestido comprado a la desesperada dentro de la bolsa de papel.
Se sonrió, se levantó y se llevó la bolsa hasta su desordenada habitación.
Minutos después, el Sol le rodeaba y le acariciaba sus cabellos azabache. Esta sensación era totalmente desconocida para ella. Su memoria en un día incierto, apretó el botón de «enviar a la papelera» y dejó todo recuerdo positivo y placentero en lo más hondo de una montaña de escombros crecida tras un terremoto de decepciones.
Se atrevió a mirar al Sol, le esbozó una sonrisa y a ella sumó un amago de tímida risa y el aire la hizo llegar hasta él. Se miró de arriba a abajo, desde sus zapatos de tacón, su vestido entallado al que una ligera brisa lo hacia bailar lentamente. Miró el edificio que tenía sus espaldas, el lugar donde estaba su casa y hasta entonces, el lugar que fue su guarida. Suspiró y se puso a caminar.
Paseando sin rumbo, sin prisa y mirando a toda la gente que en su camino se cruzaba. Sin descaro, con gesto amable. Sintió como sus pesadas cadenas se iban soltando, cayendo al suelo, sonando a gloria como una bella melodía. Cada anilla caída le hacia sentirse más cerca de la libertad. Se topaba con señales que descontaban los minutos que faltaban para cumplir tantos años de condena y de desolación.
Empezó a chispear justo en el momento en que se dispuso a pasar al otro lado de la calle. Abrió su paraguas y fue cruzando con largas zancadas, todas las líneas blancas de un despintado paso de peatones. Al llegar al otro lado, recordó un lugar donde solía ir ocho años atrás. No sabía si era buena idea ir a tomar algo a la terraza de ese bar que tanto le gustaba en aquella época. Se enfundó de valentía y se dirigió hacia allí.
Tropezó con una baldosa levantada y cayó bruscamente al suelo de costado. Despertó y se encontró en otro lugar. Acostada sobre una cama grande y tapada hasta media cintura. Notó el calor de alguien a su lado a quien no veía con claridad porque la luz del día no lo quiso permitir. Aunque su aroma era más que familiar. Se movió y se puso enfrente de ella para que pudiera salir de dudas. Le dijo: «Hola cariño, hoy a vuelto a salir el Sol solo para nosotros». Ella sonrió y rompió a llorar de alegría y le dijo: «Hola Domingo, por fin vuelvo a verte. Ahora el destino se ha quedado sin cartas y no podrá hacer nada para separarnos nunca más».
Besando el suelo
Ojalá pudiera ponerle un nombre a ese momento. No es que me falten adjetivos. Se me ocurren en este momento infinidad de ellos. Ahora que lo pienso bien, alguno de ellos los tenía guardados en una vieja cartera en el fondo de un cajón. Si, justo aquel cajón que nunca tocas. El lugar del olvido.
El caso es que, entre tantos adjetivos no encuentro ninguno que defina con el justo acierto, que sea el dardo clavado en el centro de la diana y pueda dar con la palabra que sentencie la sensación de ese instante.
Quizás es que llevo una temporada apático. Tengo altibajos como todo el mundo, no soy excepcional en ese sentido y tampoco es mi intención serlo.
Tengo claro que estando así, no tenía que haber empezado esa relación. Le dejé claro que no quería nada serio, pero creo que ninguno de los dos en ningún momento ha sabido el significado de serio y diferenciarlo de «algo más que esporádico».
Sus besos me viciaban igual o más que el chocolate. Eran mi perdición. Hoy besarle me trae a la mente una imagen, estar en una calle, enmedio de la calzada, besando el suelo.

Escritos
Plasmamos nuestra alma mediante manchas de tinta perfiladas sobre papel. A veces se escurre alguna letra e intenta llegar a una esquina del marco geométrico y blanco, donde las letras están enclaustradas, esperando unidas a que alguna que otra mirada se lleve sus silueteadas formas hasta la retina y desde allí lleguen a la mente y corazón de quienes las leen.
Esta letra fugitiva intenta huir porque está en desacuerdo con las compañeras que comparten con ella el sonido de una palabra poco afable para ella, odio. Clama al cielo que desaparezca, que se muevan y revolucionen todas sus colegas para formar otra palabra con más emoción.
Ojalá consiga cambiar ese odio por la Paz que tanto ansía.
